jueves, 2 de enero de 2025

CLAMAR EN EL DESIERTO

 


Los judíos de Jerusalén enviaron sacerdotes y levitas a Juan, a preguntarle quién era. Y él confesó claramente:
– Yo no soy el Mesías.
Le volvieron a preguntar:
– ¿Quién eres, pues? ¿El profeta Elías?
Juan dijo:
– No lo soy.
Ellos insistieron:
– Entonces, ¿eres el profeta que había de venir?
Contestó:
– No.
Le dijeron:
– ¿Quién eres, pues? Tenemos que llevar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué puedes decirnos acerca de ti mismo?
Juan les contestó:
– Yo soy, como dijo el profeta Isaías,
‘Una voz que grita en el desierto:
¡Abrid un camino recto para el Señor!’
Los que habían sido enviados por los fariseos a hablar con Juan, le preguntaron:
– Pues si no eres el Mesías ni Elías ni el profeta, ¿por qué bautizas?
Juan les contestó:
– Yo bautizo con agua, pero entre vosotros hay uno que no conocéis: ese es el que viene después de mí. Yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias.
Todo esto sucedió en el lugar llamado Betania, al oriente del río Jordán, donde Juan estaba bautizando.

Juan se autodefinía como una voz que clama en el desierto. Hoy, seguimos siendo desierto y no escuchamos las voces que claman justicia, paz, igualdad. No escuchamos el llanto de los niños que mueren o quedan en la miseria en Gaza. No escuchamos el grito de los ahogados en el mar buscando una vida mejor. No escuchamos las quejas de las familias que pierden sus casas por falta de recursos...Que en este año que viene de comenzar, se nos abran los oídos a todos.
 
"Puede resultar curioso que, después de escuchar repetidamente que somos hijos, con la enorme dignidad que eso conlleva, ahora nos unamos de corazón a Juan para decir, como decimos antes de todas las comuniones: “No soy digno”. Pero ambas cosas son verdad: por ser hijos de Dios, tenemos una enorme dignidad. Pero como el mérito no es nuestro, sino que todo es concedido, no somos dignos, o más bien no somo merecedores de nada.
Juan reconoce este hecho bien. El mayor de los profetas, el Precursor del Mesías solo se confiesa como “voz que grita en el desierto”. La voz del desierto que acabamos de escuchar en muchas de las primeras lecturas de las Eucaristías de Adviento. Esa es una voz valiosa y digna: anuncia la venida; proclama los cambios que hay que hacer para que la venida se realice según el plan de Dios (preparad los caminos; enderezad lo torcido…), denuncia el mal; consuela y desafía. El que no es digno de desatar la sandalia, recibe el enorme encargo de ser voz. Es decir, todos nosotros, que hemos sido adoptados por Dios, no somos merecedores siquiera de estar cerca, ni siquiera a la altura de su sandalia. Y sin embargo estamos llamados, estamos obligados a ser voz.
“Clamar en el desierto”, por razones de puntuación, se ha entendido algunas veces como predicar en vacío. Algo que pareciera inútil.  Pero quizá mejor transcrito se trate de:” Voz que clama: ´en el desierto, preparad el camino´”. Así, pasa de ser una ocupación inútil y desesperanzada a ser una tarea desafiante, pero esperanzadora: en el desierto de sentido y de valores en que vivimos; en el desierto de la ausencia de Dios de nuestra secularizada sociedad, preparad el camino. Preparar el camino significará entonces vivir de una manera que puede ser un poco “a contrapelo”; dar un testimonio de otra manera de vivir; mantener una verdad y unos valores contra las corrientes absurdas e injustas de nuestro mundo. No somos dignos; pero esta es nuestra gran dignidad. Los hijos de Dios vivimos (o debemos vivir) de otro modo. Incluso en el desierto."
(Carmen Aguinaco, Ciudad Redonda)

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