domingo, 16 de febrero de 2025

LA VERDADERA FELICIDAD

 


Jesús bajó del cerro con ellos, y se detuvo en un llano. Se habían reunido allí muchos de sus seguidores y mucha gente de toda la región de Judea, y de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón. Habían venido para oir a Jesús y para que los curase de sus enfermedades.
Jesús miró a sus discípulos y les dijo:
Dichosos vosotros los pobres, porque el reino de Dios os pertenece.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis satisfechos.
Dichosos los que ahora lloráis, porque después reiréis.
Dichosos vosotros cuando la gente os odie, cuando os expulsen, cuando os insulten y cuando desprecien vuestro nombre como cosa mala, por causa del Hijo del hombre. Alegraos mucho, llenaos de gozo en aquel día, porque recibiréis un gran premio en el cielo; pues también maltrataron así sus antepasados a los profetas.
Pero ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis tenido vuestra alegría!
¡Ay de vosotros los que ahora estáis satisfechos, porque tendréis hambre!
¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque vais a llorar de tristeza!
¡Ay de vosotros cuando todos os alaben, porque así hacían los antepasados de esta gente con los falsos profetas!

Nosotros ciframos la felicidad en el tener, en el poder, en el dominio...Jesús nos indica que está en el ser, en el amar; aunque esto comporte no tener nada, llorar, pasar hambre, ser perseguidos...La verdadera felicidad está en nuestro interior. Todo lo externo lo podemos perder, nos lo pueden quitar. Lo que llevamos en el corazón no nos lo podrán arrebatar.

"Quien más, quien menos, conoce bien las Bienaventuranzas. A lo largo del año litúrgico, acaban apareciendo. Podríamos decir que son como instantáneas del propio Jesús. Se estaba retratando a sí mismo. Porque él, «siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos a todos», como declaraba san Pablo; y «renunció al gozo inmediato que se le proponía, y cargó con la cruz, sin miedo a la ignominia». Su apertura a Dios no le permitió vivir autosatisfecho («¿por qué me llamas bueno?», le preguntó al magistrado), ni conten­tar­se con una obediencia de mínimos. Vivió una forma nueva de justicia: la que da Dios y la que pide Dios. Ahora es «santo y feliz, Jesu­cristo», hijo de la resurrección, vencedor de su muerte y de la mía.
Desde luego, aunque sean conocidas, no siempre entendemos el mensaje de las Bienaventuranzas. O no del todo. Las dos versiones que tenemos, la del Evangelio de Mateo y la de Lucas, que leemos este domingo, han llevado a muchos a pensar que Dios es un poco sádico, cuando para ser feliz hay que sufrir, para reír hay que llorar, etc. Claro está que no es ese el significado profundo. Más bien, quizá convenga fijarse en la experiencia de todos los humanos. Si no has sufrido la tristeza, no es posible que no puedas conocer el consuelo que Dios da. Si no has llorado, como lloró Pedro su traición, por ejemplo, es complicado conocer el consuelo que recibió de Dios.
Parece que también algo del espíritu de las Bienaventuranzas, en esta línea, podemos encontrar en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. El que lloró en la tierra encontró consuelo en el cielo, y el que vivía feliz, acabo llorando por no haber sabido aprovechar su vida. Eso era lo que Cristo tenía en mente, al proclamar las bienaventuranzas a los discípulos y las imprecaciones (o maldiciones) a los satisfechos.
“Vuestra recompensa será grande en el cielo.” Eso dice Jesús, pero ya aquí, en la tierra, se puede sentir algo de esa alegría. San Pablo conoce las tribulaciones de ser seguidor de Cristo – cuántas veces estuvo al borde de la muerte – pero conoce mejor el consuelo y ánimo que, gracias a Cristo, rebosa sobre él, en proporción al sufrimiento que le toca soportar. Es que el Reino de Dios no es como la línea del horizonte, que se aleja a medida que nosotros avanzamos. Es sobre todo un don cercano, está dentro de nosotros, o al lado. Y, si abrimos el corazón, podemos percibirlo. (...)"
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

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