martes, 30 de diciembre de 2025

ENCONTRAR A JESÚS

  


También estaba allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana. Se había casado siendo muy joven y vivió con su marido siete años; pero hacía ya ochenta y cuatro que había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones. Ana se presentó en aquel mismo momento, y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalem.
Cuando ya habían cumplido con todo lo que dispone la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su pueblo de Nazaret. Y el niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio, y gozaba del favor de Dios.

Ana encuentra a Jesús y hablaba de Él a todos los que esperaban la liberación de Jerusalem. Si de verdad nos encontramos a Jesús, no podremos parar de anunciarlo. Y como lo encontraremos en el pobre, en el inmigrante, en el enfermo, en el perseguido, en el pequeño...si no los defendemos, si no luchamos por ellos, es que no hemos encontrado de verdad a Jesús.

"El tiempo del matrimonio de la profetisa Ana pasó rápidamente, unos meros siete años, pero ella permaneció en las cosas de Dios. Ese permanecer le permitió reconocer la salvación de Dios. Supo crecer y permanecer. Aprendió la sabiduría que supone no aferrarse a lo que pasa.
Es la misma sabiduría de Jesús, según nos dice el Evangelio hoy, que pasó por algunas de las edades de la vida humana a las que se refiere la carta de Juan, creciendo en sabiduría y fuerza… Parte de permanecer para nosotros será quizá ir creciendo en esa sabiduría, ese ir saboreando las cosas de Dios que no pasan, mientras tocamos las cosas del mundo, como Cristo en su Encarnación, con cariño pero sin idolatría. Esa sabiduría de Dios abre a la paz de quien sabe que nada es para siempre. Inclina a la generosidad. Impulsa a la humildad de quien sabe que solo depende de Dios. Es mucho más saludable que la “perturbación” de la que pedimos liberación en el Padrenuestro. El poema de Machado, como la canción de Serrat, tienen una sabiduría muy limitada. Lo nuestro no es pasar sin más; es pasar para permanecer."
(Carmen Aguinaco, Ciudad Redonda)

lunes, 29 de diciembre de 2025

LA LUZ QUE ALUMBRA A TODOS

  


Cuando se cumplieron los días en que ellos debían purificarse según manda la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Lo hicieron así porque en la ley del Señor está escrito: “Todo primer hijo varón será consagrado al Señor.” Fueron, pues, a ofrecer en sacrificio lo que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
En aquel tiempo vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo, que adoraba a Dios y esperaba la restauración de Israel. El Espíritu Santo estaba con él  y le había hecho saber que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor había de enviar. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al templo. Y cuando los padres del niño Jesús entraban para cumplir con lo dispuesto por la ley, Simeón lo tomó en brazos, y alabó a Dios diciendo:
“Ahora, Señor, tu promesa está cumplida:
ya puedes dejar que tu siervo muera en paz .
Porque he visto la salvación
que has comenzado a realizar
ante los ojos de todas las naciones,
la luz que alumbrará a los paganos
y que será la honra de tu pueblo Israel.”
El padre y la madre de Jesús estaban admirados de lo que Simeón decía acerca del niño. Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús:
– Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan y muchos se levanten. Será un signo de contradicción que pondrá al descubierto las intenciones de muchos corazones. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que te atraviese el alma.
(Lc 2,22-35)

Simeón ya puede morir en paz, nos dice, porque a conocido a Jesús. Tomándolo entre sus brazos nos lo muestra como signo de contradicción. Nos está diciendo que seguir a Jesús no es fácil. Cómo a María, será como una espada que atraviese nuestro corazón. Pero debemos estar dispuestos, como hizo María, vivir nuestra vida con Él. Porque Jesús es la Luz. La única y verdadera Luz.

"En plenas celebraciones de Navidad, comidas y fiestas, las lecturas de hoy son como una sacudida. ¿Por qué sacar a la gente del calorcito de la Navidad, los turrones, los cantos y la familia feliz con duras advertencias y anuncios de dolor? Quizá para recordarnos que lo que se acaba de celebrar hace apenas cuatro días, y de hecho, lo que se celebra en toda la semana de la Octava, no es solo, ni siquiera principalmente, ternura y brillo. Un bebé siempre llena de alegría, pero al mirar la escena bien nos damos cuenta de la paradoja: un bebé que nace en circunstancias bastante complicadas y pobres; un poco más adentro: un Dios que deja su trono y su gloria para que le canten unos seres, en aquel tiempo despreciables, que son los humildes pastores. ¡Pero también los ángeles! El Dios que conoce todo el arco de alegría y gozo humano y se sumerge en él.
Y en este contexto, los mensajes de hoy son de advertencia y anuncio: reconocer al Dios de la Noche de Paz significa seguirlo. Un seguimiento que significa a veces adherirse a unas maneras de obrar que están en contra de lo que indicaría el mundo; sacrificio frente a comodidad, generosidad frente a egoísmo; servicio frente a dominio; verdad frente a corrupción; desprendimiento frente a la tentación de trepar; justicia frente a injusticia… Si no va a ser así, la vida, aunque se diga cristiana, va a ser mentira. Seguirlo significa, como expresa Simeón, reconocer la salvación y también la contradicción. Vivir en una constante fiesta de gloria y alabanza y en una dura aceptación de la espada de dolor que implica el reconocer todo el misterio de vida en el mundo, cruz y resurrección. Es reconocer que no hay vida sin dolor de parto. Que no hay vida eterna sin Pasión y Cruz. Abrazar la espada de dolor, como María, implica la aceptación de una vida humana que sabe que es necesario ser traspasado por el asta de la cruz; por el dolor, el temor y la angustia, con la profunda convicción de que la Vida y la salvación son mucho más fuertes. Del otro lado siempre está la vida."
(Carmen Aguinaco, Ciudad Redonda)

domingo, 28 de diciembre de 2025

SAGRADA FAMILIA

 


 Cuando ya los sabios se habían ido, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.”
José se levantó, tomó al niño y a su madre y salió de noche con ellos camino de Egipto, donde estuvieron hasta que murió Herodes. Esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había dicho por medio del profeta: “De Egipto llamé a mi hijo.”
Después de la muerte de Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a José, en Egipto, y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a Israel, porque ya han muerto los que querían matar al niño.”
José se levantó, tomó al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero cuando supo que Arquelao gobernaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá; y habiendo sido advertido en sueños por Dios, se dirigió a la región de Galilea. Al llegar, se fue a vivir al pueblo de Nazaret. Esto sucedió para que se cumpliera lo que dijeron los profetas: que Jesús sería llamado nazareno.
(Mt 2, 13-15.19-23)

La familia de Jesús empezó siendo una familia de emigrantes. Ante la persecución de Herodes, deben emigrar a Egipto. Luego se establecerán en Nazaret. No en Judá de donde era José por ser descendiente de David. Hoy celebramos esta Sagrada Familia. Una familia pobre y llena de dificultades. Sigo sin entender por qué los cristianos seguimos despreciando y abandonando a los inmigrantes. No entendemos que es Jesús que llama a nuestra puerta. Todos esos niños que mueren ahogados en el mar, son esos Inocentes (que por cierto este año coinciden las dos festividades), que murieron porque Herodes perseguía a Jesús.
Tras tantos siglos de cristianismo, del ejemplo de muchos santos, canonizados o no, seguimos sin entender que lo que nos acerca a Dios, lo único que nos acerca, es el AMOR.
 
"Cuando todavía resuenan los ecos de las campanas de la Navidad, la Liturgia nos presenta a la Sagrada Familia, para que sigamos reflexionando sobre lo que significa la Encarnación del Hijo de Dios.
Sin quererlo, la noche y el día de Navidad la mirada se había concentra­do por completo en el niño. Pero ya entonces se nos recordaba cómo hay otras figuras en el «misterio», en el belén; se nos recordaba que había otras dos figuras en la realidad: María y José, los padres del niño. Hoy, pues, se nos invita a que ensanchemos algo más nuestra mirada, para que quepan esas otras dos figuras y veamos al niño formando parte de ese grupo más amplio de la Sagrada Familia, en la que tanto al padre como a la madre les corresponden unas funciones especiales para poder sacar adelante a esa criatura, para ayu­dar a crecer a esa brizna de humanidad que es el niño Jesús.
El título de esta fiesta en medio del tiempo de Navidad es «la Sagrada Familia». Es Sagrada porque el amor es siempre sagrado, y cuando es verdadero «sabe a Dios», porque Dios es amor. Porque María, José y el Niño están «consagrados» totalmente al servicio de la volun­tad del Padre. Dios ha bendecido la unión entre María y José al haber elegido ese «lugar» como el idóneo para encontrarse con los hombres. La Familia como Templo de Dios. El mismísimo Dios forma parte de ellos. Ha sido precisamente Jesús el que los ha unido. Estos rasgos no son exclusivos de la Familia de Nazareth, sino de cualquier familia cristiana que es consciente de lo que significó celebrar su amor de modo sacramental.
Cuando apenas si se habían marchado los Magos venidos de Oriente, cuando duraba aún el regocijo de haber visto cómo aquellos grandes personajes adoraban al Niño, aquella misma noche, el ángel le habla de nuevo para transmitirle un mensaje de lo alto. Algo inesperado y desconcertante. Ponerse en camino de inmediato pues el Niño, el Mesías, el Hijo de Dios, estaba en peligro de muerte. Era algo contradictorio y difícil de comprender que el rey del universo tuviera que esconderse, darse a la fuga por caminos desconocidos y llenos de peligros. Pero san José no titubea ni por un momento y se pone en camino, seguro de que aquello, lo que Dios disponía, era lo mejor que debía hacer. Su fe no vacila, al contrario, cumple con exactitud meticulosa lo que el ángel le ha ordenado.
Los escritos apócrifos han adornado con prodigios la marcha hacia Egipto. Los Evangelios, por el contrario, no dicen nada de eso, pues nada extraordinario ocurrió. José tendría que escoger los caminos menos frecuentados, para mejor burlar a sus perseguidores. Luego, ya en Egipto, buscaría trabajo entre gente extraña, como un emigrante judío más que había ido a Egipto para trabajar. Luego, cuando quizá estaban ya instalados y con todo resuelto, de nuevo se le aparece el ángel del Señor para indicarle que vuelva a su tierra. San José muestra otra vez su animosidad. Cuando llega, oye decir que Arquelao reina en Judea y que es peor todavía que su padre Herodes. Por eso decide marchar a Nazaret. Allí inició su vida de siempre, vida de trabajo afanoso e incesante, bien hecho, con mucho amor de Dios. Así pudo sacar adelante a su familia que, aunque sagrada, no carecía de dificultades.
¿Qué podemos aprender de estas lecturas? Quizá algo importante sea la llamada al respeto, en especial a los mayores cuyas facultades están sensible­mente mermadas. Hemos de cultivarlo a pesar de: a pesar de las rarezas y de las manías que puedan tener, a pesar de los defectos más o menos acusados que tengan. Dios se ha encarnado entre nosotros. No hagamos daño al Mesías que está presente, aunque encubierto, en los mayores o en los más débi­les. Y añadamos el respeto a la pie­dad.
Otro buen consejo: cultivemos en las relaciones mutuas los sentimientos positivos y las actitudes positi­vas. La vida familiar ha de ser una escuela de los afec­tos. Procuremos tener un mundo afectivo rico en nuestra relación con los otros miem­bros de la familia. No nos volvamos indiferentes a ellos, no seamos inex­presivos. Cuidemos los detalles del saludo afectuoso, de la sonrisa, de la acogida cordial, de la preocupación discre­ta (y también del respeto al silen­cio de los otros), del regalo, del servicio sencillo; cuidemos el gesto del perdón cuando nos han herido. Quien cultiva diariamente lo pequeño, también sabrá adoptar las actitudes adecuadas en lo grande, en lo importante. ¿Podemos conducirnos así? Sí podemos, aunque tengamos nuestros fallos. Hay una verdad que la experiencia pone ante nuestros ojos: quien se sabe perdonado, está más dispues­to al perdón; quien se sabe acogi­do, se muestra más pronto a acoger. Y así sucesivamente. Pues reparemos un poco en lo que Dios ha hecho con noso­tros: cómo nos ha acogido entre sus hijos, cómo nos ha perdonado, cómo nos ha dado su paz.
Y en tercer lugar, busquemos en todo la voluntad de Dios. José nos da un buen ejemplo de esa disposición interior, cuando secunda la inspiración interior y vela por la seguridad del niño y la madre. Quien busca la voluntad de Dios vive para más que para sí mismo, piensa en más que en sí mismo, cuida más que su propia persona.
José, María y Jesús escribieron las páginas más sencillas y entrañables de la Historia, páginas para que las contemplemos y las imitemos. Son tan sencillas que están al alcance de todos. Dios quiso mostrarnos cómo había de ser nuestra vida de familia y, durante treinta años, vivió unas circunstancias del todo iguales a las que hemos de vivir la inmensa mayoría de todos nosotros. Vivamos, pues, como vivió san José, con una gran fe y, al mismo tiempo, con un esfuerzo serio por hacer bien el trabajo de cada día."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

sábado, 27 de diciembre de 2025

AMOR Y FE

 


 Corrió entonces a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, aquel a quien Jesús quería mucho, y les dijo:
– ¡Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se agachó a mirar y vio allí las vendas, pero no entró. Detrás de él llegó Simón Pedro, que entró en el sepulcro. Él también vio allí las vendas, y vio además que la tela que había servido para envolver la cabeza de Jesús no estaba junto a las vendas, sino enrollada y puesta aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio lo que había pasado y creyó.
(Jn 20,2-8)

Hoy celebramos la festividad del discípulo amado, Juan evangelista. En el evangelio de hoy vemos a tres discípulos amados: María Magdalena, Juan y Pedro. Todos somos discípulos amados y cuando somos conscientes de ello, es cuando "vemos y creemos". Es su Amor el que nos hace creer. Es su Amor el que hace que lo veamos en todos y podamos amarlos a todos. 

"Martirio significa testimonio, y ese testimonio puede exigir en ocasiones el sacrificio de la propia vida. Pero esta forma de testimonio extremo no es lo frecuente. Y, sin embargo, el cristiano, que ha reconocido la presencia del Mesías en el niño nacido en Belén, tiene que estar siempre dispuesto a llegar a ese extremo. El discípulo amado, que la tradición ha identificado con el evangelista San Juan, nos enseña un camino de testimonio radical, que no llega al derramamiento de sangre, pero que no implica una entrega menor de la propia vida. El ver, oír y palpar con las propias manos indican una extraordinaria cercanía a Cristo. Y se trata de un ver, oír y palpar la Palabra que se ha hecho carne. El primer paso para poder dar un testimonio vital y radical es acercarse a esa Palabra, escucharla, contemplarla y ponerla en práctica. Son formas de oír, ver y tocar que están al alcance de todos nosotros, no sólo de los que convivieron con el Jesús histórico. Haciéndolo así nos unimos, por medio de la tradición de toda la Iglesia, a los discípulos de primera hora, y participamos plenamente en su alegría. Se trata de la alegría de la Resurrección. Como aquellos primeros discípulos, oímos el testimonio de María Magdalena, corremos al sepulcro y somos capaces de ver en los signos de muerte el triunfo de la vida, de palpar, gracias a la fe, la victoria de la Resurrección sobre la muerte.
Y así, los que hemos visto, oído y palpado no podemos no transmitirlo con palabras y con el testimonio de nuestra vida. El que da testimonio hoy es el discípulo amado, cuya identidad cierta sigue siendo hoy un misterio. Pero es que cada uno de nosotros puede ponerse en el lugar del discípulo amado, porque ¿qué hemos visto, oído y palpado, sino la manifestación del extremos amor de Dios, que se ha encarnado en la humanidad de Cristo, nacido en Belén, y ha entregado su vida en la cruz y resucitado para la salvación de todos?"
(José María Vegas cmf, Ciudad Redonda)

viernes, 26 de diciembre de 2025

SEGUIR A JESÚS NO ES FÁCIL

  


Tened cuidado, porque os entregarán a las autoridades, os golpearán en las sinagogas y hasta os conducirán ante gobernadores y reyes por causa mía; así podréis dar testimonio de mí ante ellos y ante los paganos. Pero cuando os entreguen a las autoridades, no os preocupéis por lo que habéis de decir o por cómo decirlo, porque en aquel momento os dará Dios las palabras. No seréis vosotros quienes habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.
Los hermanos entregarán a la muerte a sus hermanos, y los padres a sus hijos; y los hijos se levantarán contra sus padres, y los matarán. Todo el mundo os odiará por causa mía, pero el que permanezca firme hasta el fin, será salvo.

Seguir a Jesús no es fácil. La liturgia nos pone hoy, tras el nacimiento de Jesús, la festividad de San esteban, el primer mártir. Jesús nace en la pobreza más extrema y toda su vida es dura, acabando con la muerte en cruz. Seguir a Jesús es querer vivir como Él. No nos debe extrañar que no sea un camino de rosas. Seremos incomprendidos como lo fue Él. Pero tenemos la seguridad de que Jesús siempre estará junto a nosotros. Nunca nos abandonará.

"La liturgia nos recuerda con crudeza que el mundo en el que ha nacido el Hijo de Dios, el hijo de María, es un mundo hostil, en el que dominan fuerzas mortíferas, que consideran que hacen un bien eliminando a los enemigos, matando a los oponentes. San Esteban, el protomártir, ve cómo se le arrebata la vida por dar testimonio del Dios hecho carne en el hombre de Nazaret, en el niño nacido en Belén, que contemplábamos ayer. Los ángeles cantan, los pastores adoran, pero también se organizan fuerzas siniestras que quieren acallar la Palabra que nos habla, nos llama, nos cura y nos salva en un lenguaje que podemos entender. El martirio de Esteban es un reflejo de la Pasión de Cristo: “Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí” (Jn 15, 16). No es fácil comprender ese odio al que habla palabras de amor y perdón, y pasa haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo (cf. Hch 10, 38).
Pero el recuerdo de este reflejo de la Pasión no pretende empañar el misterio de la Navidad ni oscurecer su luz. Al contrario, nos recuerda el sentido profundo de este nacimiento: “Si alguno pregunta por el misterio se sentirá llevado a afirmar más bien, que no fue su muerte una consecuencia de su nacimiento, sino que él nació para poder morir” (S. Gregorio Nacianceno). Jesús ha nacido para comunicarnos la vida de Dios, que es el amor, es decir, para dar su vida por amor. Y es este amor la luz que ilumina la noche de la humanidad, la oscuridad del odio. Al recordar el martirio de San Esteban, la liturgia nos avisa de que acoger al niño nacido en Belén significa en definitiva asumir su mismo modo de vida: tratar de hacer de nuestra vida una entrega por amor. Y esto puede, extrañamente, atraernos el odio de este mundo. Pero no hay que temer: esto será ocasión para dar testimonio ante el mundo de ese mismo amor, de perseverar, a pesar de los pesares, en esa voluntad de amar hasta el final. Y ese testimonio de amor es la mejor catequesis. Entre los que mataron a Esteban había un joven, llamado Saulo, que se acabó convirtiendo en el gran apóstol de los gentiles. Quién sabe si el testimonio de Esteban no fue la semilla que acabó germinando en el momento oportuno, camino de Damasco."
(Ciudad Redonda)

jueves, 25 de diciembre de 2025

NOS HA NACIDO LA LUZ

 


En el principio ya existía la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Por medio de él, Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue hecho sin él. En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla.
Hubo un hombre llamado Juan, a quien Dios envió como testigo, para que diera testimonio de la luz y para que todos creyesen por medio de él. Juan no era la luz, sino uno enviado a dar testimonio de la luz. La luz verdadera que alumbra a toda la humanidad venía a este mundo.
Aquel que es la Palabra estaba en el mundo, y aunque Dios había hecho el mundo por medio de él, los que son del mundo no le reconocieron. Vino a su propio mundo, pero los suyos no le recibieron. Pero a quienes le recibieron y creyeron en él les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios. Y son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado.
Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros lleno de amor y de verdad. Y hemos visto su gloria, la gloria que como Hijo único recibió del Padre. Juan dio testimonio de él diciendo: “A este me refería yo cuando dije que el que viene después de mí es más importante que yo, porque existía antes que yo.”
De sus grandes riquezas, todos hemos recibido bendición tras bendición. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero el amor y la verdad se han hecho realidad por medio de Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, nos lo ha dado a conocer.
(Jn 1,1-18)

Hoy nos ha nacido la Luz. ¿La hemos visto?¿La recibimos de verdad? Creo que no hemos entendido nada. La Luz nos llega con un Niño que nace en un pesebre porque nadie quiere acogerlo en su casa. Nosotros, tras muchos siglos, seguimos si acoger a Jesús que se nos acerca en aquel inmigrante que vive en la calle y nos pide alojamiento. Viene en aquel niño palestino aguantado el frío, la lluvia, el hambre, en una barraca, en un terreno al que llamamos de "acogida".
No. No os diré que no debemos celebrar la Navidad. nuestros niños se la merecen. Pero, para nosotros, la Navidad debe suponer un revulsivo. Un cambio total en nuestra manera de ver y tratar al pobre, en nuestra acogida al que no tiene techo. Los que impidieron en Badalona que unos inmigrantes fuesen acogidos en su parroquia, no deberían celebrar la Navidad; porque Jesús tampoco tenía donde nacer.
Si somos verdaderos cristianos, debemos revelarnos contra este mundo de guerras, injusticias, en que sólo el poderoso tiene derechos. Debemos luchar para que este mundo sea un mundo de Amor, de Paz, de Igualdad...Este es el Reino que predicaba Jesús. 

"Escuchemos una vez más la gran y alegre noticia de la Navidad: ¡Ha aparecido la gracia de Dios! ¡Nos ha nacido un Salvador! ¡Dios ha venido a visitarnos! El objeto de nuestros anhelos y deseos más profundos y auténticos se ha hecho presente entre nosotros. En una palabra, ha nacido Jesús, el Salvador y, por Él, Dios mismo se ha hecho accesible y cercano.
Sin embargo, esta gran noticia tiene el peligro de sonar en nuestros oídos como una fórmula hueca, una frase retórica, que de tantas veces repetida ya no nos dice nada. Y es que, en verdad, podríamos preguntarnos, después de más de dos mil años del nacimiento de Cristo (de celebrar la navidad y anunciar esa alegre noticia), ¿qué ha cambiado realmente? ¿Dónde está ese Sol que nace de lo alto (Lc 1, 78)? ¿No resulta que, tras dos mil años de “era cristiana”, seguimos viviendo en tinieblas y oscuridad? Porque lo cierto es que en nuestro mundo siguen reinando la injusticia y la violencia, la pobreza y el hambre, la guerra y la opresión. Las tinieblas tienen muchos rostros, nos rodean de múltiples formas. A la gran escala de las grandes tragedias de la humanidad, y a la escala menor de nuestros pequeños dramas, dolores, frustraciones e insatisfacciones (que para nosotros no son en absoluto pequeños, ya que están hechos a nuestra medida), parece que las tinieblas tienen las de ganar. Porque es así: tras dos mil años de celebraciones navideñas seguimos caminando en las tinieblas. Y los fuegos de artificio que hemos ido inventando con la ilusión de sustituir a la luz nacida en Belén (la ciencia, la revolución social, el progreso…) aunque al principio nos han deslumbrado, tampoco nos han traído la salvación prometida y han provocado al final más frustración todavía.
Sin embargo, tenemos que decir que, aun reconociendo su parte de verdad, si nos limitamos a quedarnos en estas críticas y esta protesta, es que no hemos entendido bien el mensaje de navidad. Escuchémoslo, pues, de nuevo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. No se dice ni se anuncia que ya no hay, ni habrá más tinieblas, sino que en medio de ellas brilla una luz grande, de manera que el pueblo que caminaba sin rumbo en la oscuridad (todos nosotros) ha encontrado la posibilidad de orientarse, de dar con el camino, de salir de su extravío y dirigirse a la meta. En verdad, en medio de la oscuridad basta una pequeña luz para no perder el rumbo. Y nosotros, en esta noche, hemos recibido no una pequeña, sino una gran luz, la luz de Jesucristo, que brilla en medio de la noche.
Es una luz grande, capaz de iluminar a todo el mundo, a toda la historia. Por eso, Lucas sitúa el nacimiento de Cristo en el conjunto del cosmos y de la historia universal: “salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero”. Pero su modo de aparición no es deslumbrante ni cegador: esta gran luz está encerrada en la humanidad de un niño recién nacido. De este modo nos dice Dios (y ya con esto nos ilumina no poco) quiénes somos nosotros, los seres humanos, para Él. Si Dios mismo adopta la humanidad y se hace hombre en Jesús, es que ser hombre no es algo insignificante, ni un azar ciego, sino dotado de enorme importancia: ¡le importamos a Dios!
Pero esta apariencia humana que encierra la luz divina requiere por nuestra parte un acto de fe. Para ver en la oscuridad y caminar en pos de la luz hay que abrir los ojos, hay que creer y confiar. Ahora podemos entender que creer no es andar a ciegas, sino ir en pos de la luz.
En realidad, de las tinieblas de nuestra historia somos responsables nosotros. No es Dios, sino nosotros, quienes declaramos guerras (aunque algunos usen abusivamente el nombre de Dios para justificarlas), nosotros, los que nos comportamos injustamente, los que nos servimos de la violencia o de la mentira. La historia y el mundo son nuestro campo, y Dios respeta nuestra libertad. Pero ese respeto que le prohíbe entrometerse en nuestras tomas de decisión (lo que destruiría nuestra libertad y nos haría marionetas, no sé si felices, pero, desde luego, no con una felicidad humana), no significa que permanezca indiferente y nos abandone a nuestra suerte. Dios viene a visitarnos para ofrecernos su luz, para enseñarnos el camino de la verdadera felicidad, del bien, de la salvación.
También de nosotros depende acogerlo o rechazarlo. ¿Por qué después de más de 2000 años de celebrar la Navidad seguimos en la oscuridad? Porque “no tenían sitio en la posada”. Como dice también San Juan en el Evangelio del día 25, “la luz verdadera que con su venida ilumina a todo hombre vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (Jn 1, 9. 11).
Sin embargo, el mismo Juan nos recuerda que no es cierto que nadie la recibió y, por tanto, que nada ha cambiado desde entonces: “A cuantos la recibieron… les dio el poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Lucas identifica en los pastores a aquellos que lo recibieron. Los pastores en aquel tiempo tenían muy mala fama por diversos motivos. Jesús no viene a justos, sino a los pecadores. Pero nadie es malo por definición. Por eso, hoy los pastores significan a los pobres, a los que viven a la intemperie, a los que están abiertos, a los que velan. Según cómo leamos la canción del coro celestial, podemos entender que los pastores son “los hombres de buena voluntad”, o, mejor, aquellos “a los que ama el Señor”; y, por tanto, en principio, todos los seres humanos. Los pastores son los que se ponen en camino, los que caminan en la oscuridad porque reconocen la luz. De manera especial, los pastores son hoy los niños, que no están maleados por la rutina y son capaces de percibir la novedad alegre del mensaje de los ángeles; los niños y los que son como ellos: José y María, los Magos de oriente, Pedro y Pablo y los demás Apóstoles, Justino, Ignacio de Alejandría, Agustín, Francisco, Domingo, Teresa, Antonio M. Claret y un largo etcétera de nombres la mayoría para nosotros desconocidos (pero en el que estamos incluidos) pertenecen a esa estirpe de pastores, gentes en vela, niños.
Dios nos ha dado la luz de Jesucristo; significa que la oscuridad (el mal del mundo en todas sus formas) no es una excusa: podemos ir a adorarlo, podemos, si queremos, caminar en su seguimiento, podemos acoger su Palabra y ponerla en práctica, haciendo de ella la luz que ilumina la oscuridad. Tal vez, de esta manera, no disiparemos del todo las tinieblas a nuestro alrededor pero, al menos, veremos la luz que ha nacido en Belén y podremos no sólo caminar, sino ser nosotros mismos, por medio de las buenas obras, pequeñas luminarias que alumbran reflejando la luz recibida de Jesús, dan esperanza y ayudan a otros a caminar.
Será, pues, cierto, que hay oscuridad. Pero hoy nosotros descubrimos que también hay luz, que hay, sobre todo, luz.
(José María Vegas cmf, Ciudad Redonda)

El vídeo de hoy es sobre el Evangelio de la Misa de la Noche de Navidad (Misa del Gallo)

miércoles, 24 de diciembre de 2025

UN SOL QUE NOS ILUMINA

 


 Zacarías, el padre del niño, lleno del Espíritu Santo y hablando en profecía, dijo:
"¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha venido a rescatar a su pueblo!
Nos ha enviado un poderoso salvador,
un descendiente de David, su siervo.
Esto es lo que había prometido en el pasado
por medio de sus santos profetas:
que nos salvaría de nuestros enemigos
y de todos los que nos odian,
que tendría compasión de nuestros antepasados
y que no se olvidaría de su santo pacto.
Y este es el juramento que había hecho
a nuestro padre Abraham:
que nos libraría de nuestros enemigos,
para servirle sin temor
con santidad y justicia,
y estar en su presencia
todos los días de nuestra vida.
En cuanto a ti, hijito mío,
serás llamado profeta del Dios altísimo,
porque irás delante del Señor
preparando sus caminos,
para hacer saber a su pueblo
que Dios les perdona sus pecados
y les da la salvación.
Porque nuestro Dios, en su gran misericordia,
nos trae de lo alto el sol de un nuevo día,
para iluminar a los que viven
en la más profunda oscuridad,
para dirigir nuestros pasos
por un camino de paz.”
(Lc 1,67-79)

Ayer la liturgia nos ofrecía el Magníficat de María. Hoy leemos el Benedictus de Zacarías. Es un canto de liberación. Viene un sol que nos iluminará y nos hará libres. Su hijo Juan, viene a preparar el camino a Jesús, la luz que nos iluminará y nos rescatará de la oscuridad.

"Esta noche es “de noche”, hace frío, hay oscuridad, dolor, miedo, violencia, injusticia. La noche es como la cifra de la negatividad que domina sobre la historia humana. Esa historia está presente también en el pueblo de Israel. David es un rey que quiere asegurarse una dinastía duradera, “para siempre”, y por eso busca el favor de Dios. Pero los poderes de este mundo, de su noche, no pueden durar para siempre, ni Dios está para servirlos. Dios no permite que se le construya un templo, no se deja encerrar en los designios humanos. Sin embargo, no por eso se exilia del mundo que Él mismo ha creado: en la historia atormentada y oscura de la humanidad, plena de luchas e intrigas, se entrevera otra historia: la historia de salvación. No será David el que le construya un templo a Dios, sino que Dios mismo promete construir una casa, una dinastía que durará para siempre. No se trata, ciertamente, de una dinastía al estilo de los poderes de este mundo. Habrá que esperar algunos siglos para empezar a entender de qué casa, templo y dinastía se trata. Sólo los que tienen un corazón bien dispuesto pueden entenderlo. Zacarías, pese a su inicial incredulidad, es uno de ellos. La promesa hecha a David empieza a cumplirse ahora, no por el poder y la fuerza, sino en los signos de vida de un hijo de la vejez, en el que empieza a anunciarse la fuerza de salvación anunciada por los profetas, que nos libra de la enemistad y el odio, que derrama sobre nosotros su misericordia, y que requiere que nos preparemos mediante el servicio, la santidad y la justicia. El hijo de la que llamaban estéril, el profeta del Altísimo, va a preparar el camino de aquel en quien la tantas veces oscura historia de la humanidad y la historia de salvación se unirán para siempre. La primera seguirá su curso, con sus tinieblas y sombras de muerte, pero en ella nos iluminará, si queremos, el sol que nace de lo alto.
El templo que Dios se va a construir es el cuerpo de Cristo, la dinastía que no tendrá fin no es un poder que nos somete, sino un camino que nos conduce a la paz, porque nos reconcilia con Dios y con los hombres.
Esta noche es nochebuena: es de noche, pero “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande” (Is 9, 1). Esta noche es una noche buena, porque la luz vence a las tinieblas, porque mañana es Navidad."
(José María Vegas cmf, Ciudad Redonda)