domingo, 7 de septiembre de 2025

AMAR Y CARGAR LA CRUZ

 

Jesús iba de camino acompañado por mucha gente. En esto se volvió y dijo: Si alguno no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun más que a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Si alguno de vosotros quiere construir una torre, ¿acaso no se sentará primero a calcular los gastos y ver si tiene dinero para terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, si no puede terminarla, todos los que lo vean comiencen a burlarse de él, diciendo: ‘Este hombre empezó a construir, pero no pudo terminar.’ O si un rey tiene que ir a la guerra contra otro rey, ¿no se sentará primero a calcular si con diez mil soldados podrá hacer frente a quien va a atacarle con veinte mil? Y si no puede hacerle frente, cuando el otro rey esté todavía lejos le enviará mensajeros a pedirle la paz. Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser mi discípulo.

Jesús no nos dice que no debemos amar a nuestros padres, hermanos, hijos...Nos dice que nuestro amor por Él ha de ser todavía mayor. Y esto lo conseguiremos entregándonos totalmente a los demás. Esto es tomar la cruz, como Él hizo. No apegarnos a nada, ni a nadie, y vivir amando, curando, ayudando a todos, sobre todo a los más débiles: los pobres, los perseguidos, aquellos a quien nadie ama...

"Los cristianos rezamos con frecuencia el Padrenuestro, y decimos allí aquello de «hágase tu voluntad». Y admiramos a María de Nazaret, que fue capaz, después de escuchar la Palabra de Dios, de decir aquello de «hágase en mí según tu Palabra». En nuestra época, es posible que tengamos que reconocer que nos preguntamos bien poco por la «voluntad de Dios» sobre nosotros. Y menos todavía la aplicamos sin condiciones.
Hay demasiados hermanos nuestros que creen que ser cristiano es solamente «ser buena persona». Es fácil escuchar quienes dicen: «mira, yo ni robo ni mato ni engaño a mi pareja, ¿para qué confesarse?». Están convencidos de que con no hacer cosas malas y ayudar un poco a los demás ya es bastante. Hay que decir que ser «buenas personas» es algo que se le puede pedir a cualquiera, y que no hace falta ser ni cristiano, ni siquiera creer en Dios, para ser «decentes». Incluso más: el Evangelio no dice en ninguna parte que haya que ser cristianos para «ir al cielo».
Fijaos que el Evangelio de hoy nos decía que «mucha gente acompañaba a Jesús», Y Jesús, que nunca ha buscado las grandes masas, los números, la cantidad de seguidores, se vuelve y les dice tres exigencias bien duras, que ya conocemos, sobre la familia, la cruz y los bienes. Las parábolas del evangelio de hoy nos enseñan, en electo, que la sabiduría del cristiano consiste en ir a Jesús «renuncian­do a todo lo que tiene», como sugiere Lucas: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus lujos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Esto es lo que se exige para seguir a Jesús.
Jesús exige para Él, por ser el Hijo de Dios, «todo el corazón, todas las fuerzas». Nada puede oponerse a este amor. Jesús quiere ser amado como el único amor, como la única riqueza y el único provecto que llena el corazón. Quien no «renuncia a todo lo que tiene» no puede pretender ser discípulo suyo. Está incluido aquí lodo lo que podamos poseer: no sólo los bienes mate­riales, sino también las relaciones con otras personas, como los parientes más próximos. En el fondo, la sabiduría cristiana esta toda aquí: desvincularnos de todo lo que nos aleja o nos separa de Dios, para llegar a vivir nuestra vocación de discípulos.
Debemos preguntarnos si estamos dispuestos verda­deramente a abandonar todo y a esperar, con buen ánimo, toda la fuerza únicamente de Dios, dejando que sea él quien disponga de toda nuestra vida. Abandonar no significa huir a un desierto, sino, simplemente, soltar los dedos que están apegados a cualquier cosa que considero una «pertenencia», para ofrecerle todo al Señor. Por eso, los textos de este domingo nos ponen frente a un mis­mo tema: el abandono en Dios. Con frecuencia nos pre­guntamos: ¿quién puede conocer la voluntad de Dios? O bien: ¿cómo podemos saber lo que Dios quiere de noso­tros? Las lecturas de hoy nos dicen que sólo podemos conocer las intenciones de Dios si poseemos la sabiduría. Ahora bien, para poseer la sabiduría es preciso renunciar a lodo para seguir a Jesús. La sabiduría que el Señor nos enseña es seguir a Jesús. Nada más. Es preciso liberarnos, despojarnos, renunciar a todo lo que creíamos poseer, vender todo lo que tenemos, no llevar dinero con nosotros, no disponer ni siquiera de una piedra en la que reposar la cabeza, no encerrarnos en los vínculos familiares.
La garantía del discípulo consiste en ir a Jesús sin te­ner nada. La verdadera sabiduría consiste en no llevar ningún peso que nos impida la marcha tras Jesús. Dicho de manera positiva, se trata de llevar un único peso: la cruz de Jesús. Y el peso de la cruz es el peso de su amor. No se trata de hacer cálculos, de contar el número de pie­dras necesarias para construir la casa o el número de per­sonas necesarias para la batalla. No es esa la intención del Señor. Ser discípulo significa preferir únicamente y siempre al Señor, o sea, elegirle de nuevo cada día y ofrecerle toda nuestra vida. El don de la sabiduría, que es algo que he­mos de pedir constantemente al Señor, nos permite dar­nos por completo, con libertad y de una manera trans­parente a este amor. Quien ha sido vencido por este amor ya no tiene miedo de nada por parte de Dios. El amor vence todo temor. Ya nada nos podrá asustar."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

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