viernes, 2 de febrero de 2024

LA PRESENTACIÓN DE JESÚS

 


Cuando se cumplieron los días en que ellos debían purificarse según manda la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Lo hicieron así porque en la ley del Señor está escrito: “Todo primer hijo varón será consagrado al Señor.” Fueron, pues, a ofrecer en sacrificio lo que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
En aquel tiempo vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo, que adoraba a Dios y esperaba la restauración de Israel. El Espíritu Santo estaba con él y le había hecho saber que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor había de enviar. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al templo. Y cuando los padres del niño Jesús entraban para cumplir con lo dispuesto por la ley, Simeón lo tomó en brazos, y alabó a Dios diciendo:
“Ahora, Señor, tu promesa está cumplida:
ya puedes dejar que tu siervo muera en paz .
Porque he visto la salvación
que has comenzado a realizar
ante los ojos de todas las naciones,
la luz que alumbrará a los paganos
y que será la honra de tu pueblo Israel.”
El padre y la madre de Jesús estaban admirados de lo que Simeón decía acerca del niño. Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús:
– Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan y muchos se levanten. Será un signo de contradicción que pondrá al descubierto las intenciones de muchos corazones. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que te atraviese el alma.
También estaba allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana. Se había casado siendo muy joven y vivió con su marido siete años; pero hacía ya ochenta y cuatro que había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones. Ana se presentó en aquel mismo momento, y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Cuando ya habían cumplido con todo lo que dispone la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su pueblo de Nazaret. Y el niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio, y gozaba del favor de Dios.

Siguiendo la costumbre de Israel, María y José fueron a presentar al Templo a su hijo primogénito Jesús. Dos personas humildes y sencillas, Simeón y Ana, fueron los que le reconocieron y anuncian quién es ese niño.
Si queremos reconocer a Jesús en los pobres, en los perseguidos, en los enfermos...hemos de ser sencillos y humildes. No son las grandes investigaciones y estudios las que nos muestran a Jesús. Sólo podemos verlo amando. Entregándonos a los demás, sirviendo. 

"La fiesta de hoy es la Presentación del Señor en el templo, en la casa de su Padre; doce años más tarde dirá a sus padres terrenos que él tiene que estar “en las cosas de su Padre” (Lc 2,49). En otra época esta fiesta era llamada de la purificación de María, en referencia a su presencia en el templo una vez superada toda secuela biológica del parto; respondía a ciertos tabúes de la antigüedad acerca de “pureza e “impureza”. Afortunadamente se ha cambiado la orientación de la fiesta, focalizándola en Jesús (ya no es propiamente fiesta mariana), y en lo más central de Jesús: su ofrecimiento al Padre. En una sola escena se sintetiza lo que va a ser toda su existencia terrena. El cuarto evangelio dice que, desde la eternidad, el Hijo “estaba vuelto hacia el pecho del Padre” (Jn 1,18). Y Jesús se presentará así también durante su existencia terrena: “no estoy solo; el que me envió está conmigo” (Jn 8,29).
San Pablo se sabía enviado a suscitar entre las gentes “la obediencia de la fe” (Rm 1,5; 15,18). Ser creyente es fiarse de Dios, es decir, ponerse en sus manos, a su disposición. Eso fue Jesús para con el Padre; fue el “super-creyente”: “llevo tu ley en mis entrañas” (Salmo 40,9); y a esa fidelidad y comunión quiso reconducir al pueblo de la alianza, purificándolo de sus desviaciones como purifican el fuego y la lejía.
Naturalmente esa función purificadora no a todos resultó grata; el fuego quema y la lejía escuece. De ahí las palabras de Simeón: este Jesús purificador será bandera discutida, causa de que muchos se levanten, pero también de que otros caigan definitivamente, endurecidos en su desobediencia. Y es entonces cuando surge una especie de sustitución: los paganos optan por “la obediencia de la fe”. Así Jesús, como lo celebra Simeón, es luz para las naciones y ¡cómo no!, gloria de su pueblo.
Todos nosotros somos llamados a dejarnos iluminar por esa luz y a vivir “presentados al Padre”, en una disponibilidad inspirada en la de Jesús."
(Severiano Blanco cmf, Ciudad Redonda)

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