viernes, 17 de mayo de 2024

AMARLO DE VERDAD


 
Cuando ya habían comido, Jesús preguntó a Simón Pedro:
– Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?
Pedro le contestó:
– Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo:
– Apacienta mis corderos.
Volvió a preguntarle:
– Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Pedro le contestó:
– Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo:
– Apacienta mis ovejas.
Por tercera vez le preguntó:
– Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Pedro, entristecido porque Jesús le preguntaba por tercera vez si le quería, le contestó:
– Señor, tú lo sabes todo: tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo:
– Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras más joven te vestías para ir a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás los brazos y otro te vestirá y te llevará a donde no quieras ir.
Al decir esto, Jesús estaba dando a entender de qué manera Pedro había de morir, y cómo iba a glorificar a Dios con su muerte. Después le dijo:
– ¡Sígueme!

Como a Pedro, Jesús nos pregunta si le amamos. Si le amamos que los demás. No se trata de un amor cualquiera. Él nos pide el Amor. Sólo si le amamos así, podremos apacentar sus ovejas.
A Pedro se lo pregunta tres veces, porque le había negado tres veces. A nosotros nos lo pide cada día, porque siempre le negamos olvidándonos de Él. Pero sólo con nuestra entrega, con nuestro Amor total, podremos seguirlo. Es así que podremos compartir su Palabra con todos los demás.

Me atrevo a decir que lo más importante de este Evangelio es el final: “Dicho esto, añadió: ‘Sígueme’.” En esta palabra de Jesús se manifiesta lo más auténtico de la actitud de Dios con el hombre. No solo con Pedro sino con cada uno de nosotros. Es una actitud llena de confianza y de fe en nuestras posibilidades. Es una fe que va mucho más allá de lo que se podría esperar humanamente de una persona, de sus posibilidades reales. Mucho más allá de la experiencia vivida. Es verdaderamente una fe capaz de recrear a la persona y de abrirnos un futuro nuevo. Es una fe que no desfallece. Es una fe más fuerte que la muerte.
Me hace pensar que tendríamos que dar la vuelta al discurso sobre la fe. Siempre estamos poniéndonos nosotros como sujeto. Yo creo en Dios, es lo que solemos pensar. Una vez más nos colocamos nosotros en el centro de universo. Diría que la fe es, ante todo y en primer lugar, exactamente lo contrario: Dios cree en mí. Dios cree en cada uno de nosotros. Y, como decía un profesor mío jugando con las palabras: porque Dios cree en nosotros, nos crea, nos transforma, nos convierte en algo nuevo, capaz de salir de los laberintos, en los que andamos usualmente perdidos. Es Dios el que cree en nosotros. Y por eso existimos. Y por eso somos. Y por eso tenemos futuro. El futuro de Dios es nuestro. Y lo más importante, Dios cree en nosotros a pesar de todos los pesares, a pesar del desastre que somos. Dios sigue creyendo en nosotros y creándonos, tozudo, obstinado, porfiado, terco.
Eso es lo que me dice este texto del evangelio de hoy y, sobre todo, su final. Jesús podía haber mandado a Pedro al último puesto. Lo podía haber condenado a la gehena. Sabía que era un bocazas inveterado (recordemos sus negaciones en el momento de la pasión y sus promesas previas de no abandonar nunca a Jesús), que era miedoso y cobarde. Lo sabía perfectamente. Pero Jesús, ya el Resucitado, sigue creyendo y confiando en él. Le confirma como el que tiene que cuidar a los demás. Y al final, le vuelve a repetir aquella invitación que hacía tiempo le había hecho al borde del lago: “Sígueme.”
Así nos cree y nos crea Dios. ¡Cuánta ternura! ¡Cuánta capacidad de perdonar y de confiar! ¿Nos vamos pareciendo a él en nuestra vida?
(Fernando Torres cmf, Ciudad Redonda)

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