sábado, 29 de marzo de 2025

CONOCERSE

 


Jesús contó esta otra parábola para algunos que se consideraban a sí mismos justos y despreciaban a los demás: “Dos hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, malvados y adúlteros. Ni tampoco soy como ese cobrador de impuestos. Ayuno dos veces por semana y te doy la décima parte de todo lo que gano.’ A cierta distancia, el cobrador de impuestos ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador!’ Os digo que este cobrador de impuestos volvió a su casa perdonado por Dios; pero no el fariseo. Porque el que a sí mismo se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido.”
(Lc 18,9-14)

Conocerse a uno mismo es saber penetrar nuestro interior y saber reconocer lo bueno y lo malo que tenemos. Luego, pedir perdón por lo malo e intentar corregirlo. El fariseo no es perdonado, porque no pide perdón. Además difícilmente mejorará, porque no reconoce sus fallos. Se cree perfecto.

"Hoy las lecturas nos regalan dos promesas: curación y justificación. Pero también hay demandas y desafíos. Se trata de quitarse la capa de piedad que solo oculte orgullo y auto-exaltación y llegar a lo hondo, al corazón. La piedad superficial es como una nube mañanera que luego pasa. No sirve para nada. La honda piedad del corazón consigue de Dios la curación de las heridas. Las vendará, las sanará. En este camino de Cuaresma este anuncio de curación y de vendaje de las heridas ya anuncia el Viernes Santo: sus heridas nos han curado. Pero nunca nos curamos a nosotros mismos. Solo nos toca ir a lo profundo y reconocer la verdad.
No pido sacrificio, sino amor, dice el Señor. El amor pide, desde lo más profundo, misericordia y curación. El sacrificio de apariencia y superficial, pide reconocimiento externo, y satisfacción personal. Trata de comprar el favor de Dios. Y el favor de Dios no se puede comprar si no hay algo más profundo y más verdadero. Eso no va a ninguna parte. Pero lo profundo, la verdad del corazón, como la del publicano que se sienta atrás en el Templo, es lo que recibe la atención de Dios y la justificación. La Escritura lo dice una y otra vez: un corazón contrito y humillado tú no lo desprecias, dice el Salmo 51. Porque lo que se pueda hacer por uno mismo, sin la mano poderosa de Dios, no consigue nada. Es el reconocimiento de la gracia y la misericordia de Dios lo que supone y pide el sacrificio del corazón. No es que Dios no quiera sacrificios; es que quiere el que brota del corazón, que es la verdad y el amor a Dios, no a uno mismo.
El recaudador de impuestos había pecado, ciertamente. El fariseo había cumplido todas las leyes, pero su corazón estaba en sí mismo y no en Dios. La diferencia era, nada más y nada menos, que la verdad del corazón. El bien no puede residir en uno mismo, sino en la gracia y el favor de Dios. El publicano lo reconoce: soy pecador. El fariseo afirma ser bueno. Pero bueno solo es Dios. El fariseo no puede regresar a casa curado, con la promesa de Oseas cumplida, porque su piedad es como neblina mañanera. El publicano regresa a casa justificado con la luz de la verdad, la petición de gracia desde lo más profundo del corazón; su herida será vendada."
(Carmen Aguinaco, Ciudad Redonda)

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